jueves, 20 de noviembre de 2014
Temí perder los ojos de altura, si miraba los objetos con los ojos del cuerpo, y si me servía de mis sentidos para tocarlos y conocerlos. Me convencí de que debía recurrir a la razón, y buscar en ella la verdad de todas las cosas.” 

Uso este fragmento de Platón como epígrafe del libro, este pequeño texto del diálogo el Fedón daría inicio en la historia de la filosofía, a través de algunos intérpretes, a lo que se conoce como la doctrina de la segunda navegación. Para intérpretes antiguos, en dicha doctrina, Platón afirma que la realidad material no puede ser el fundamento del conocimiento, ni siquiera sería conocimiento, pues todo lo que vemos es la simple copia de otro mundo, un mundo trascendente, separado de las impurezas del mundo físico. Un mundo que es verdadero y al que sólo se puede acceder por medio de la razón.

Los peligros de dicha interpretación son muchos, pues no faltaron filósofos y religiones que apostaron (y apuestan aún en nuestros días) por encontrar ese otro mundo bajo la promesa de evitar la contingencia de nuestra realidad. De esta manera, con la razón como única guía, se negó el cuerpo, se negaron las pasiones, se negaron los sentimientos y se satanizó todo aquello que no pareciera espiritual (racional). 
Un loco busca a Dios en pleno día con una linterna encendida y los demás se burlan de él. Dicho hombre ha enloquecido por haber cometido un asesinato: él y los demás hombres han asesinado a Dios. Lo que Nietzsche anuncia en el parágrafo 125 de La gaya ciencia1es escandaloso para todos, pues Dios no es simplemente un personaje religioso, es el símbolo de la verdad absoluta e incuestionable, es la explicación a todas las preguntas, el plan y la teleología alrededor de la cual gira el mundo. Dios, dicho de manera poética, muere y se lleva a la tumba la estabilidad del conocimiento, las certezas y la modernidad. Si alguna vez murió y resucitó para salvar a los hombres, esta vez los hombres preferirán que permanezca muerto para encontrar la salvación.
La filosofía entera reaccionó ante la muerte de Dios y no fue la Ética una disciplina ajena a esta muerte, pues desde las entrañas de la vida humana surgía el grito de rebeldía y de libertad que se anteponía a las leyes absolutas, a los dictados incuestionables de la religión y a los dogmas establecidos por la razón. 
Aquella razón modernizada, deseosa de regir en todos los ámbitos, se colapsaba, sin embargo, con el fallo del Estado moderno, supuesto símbolo supremo de la razón humana.

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